En un tiempo en el que la tecnología ha colonizado casi por completo nuestra visión del futuro, abrir la exposición con la imagen de unas pantallas fosilizadas funciona como un gesto simbólico: una grieta en el relato del progreso. Estas pantallas, íconos de nuestra época, condensan la velocidad, el control, la obsolescencia y la creciente dependencia tecnológica que define nuestra vida cotidiana. Al presentarse como fósiles, parecen anunciar el colapso de la idea de progreso.

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A partir de ese primer impacto, la exposición invita a cambiar de ritmo y de sensibilidad. Tras el colapso de lo tecnológico como único horizonte, emergen otras temporalidades: la de los cuerpos en reposo, en escucha, en relación. Aparece entonces la poética de lo líquido, aquello que fluye, conecta y se mezcla. Lo líquido se ofrece como contrapeso a la lógica de lo sólido, esa que separa, encapsula y aísla conceptos y seres para clasificarlos, medirlos y dominarlos. Frente a esa mirada rígida, lo líquido nos recuerda que la vida ocurre en el entrelazamiento, en aquello que se filtra, se contagia y se transforma.

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Desde esta perspectiva, la exposición propone pensar el futuro no como una línea recta impulsada por el progreso tecnológico, sino como un espacio de mezcla, de vasos comunicantes entre especies, cuerpos y saberes. Lo líquido nos permite hablar de organismos vivos que se entrecruzan, de vínculos que no buscan dominar, sino convivir. Y es en ese flujo, que desafía límites y categorías, donde comienza a gestarse otra idea de futuro: más poroso, más sensible, más humano y más vivo.